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Jesús, cuando llega la hora de ser
entregado, escarnecido y crucificado, ora
intensamente en la intimidad con su Padre,
con mucha angustia y aflicción, para ser
fortalecido y poder soportar el momento
esperado. Mientras tanto, en aquella oración,
su sudor es como grandes gotas de sangre
derramadas en tierra, su corazón palpitante
siente el consuelo de la presencia divina, no
obstante, se acerca la traición y el acecho de
sus verdugos. Sus ojos tiernos, dulces, llenos
de misericordia y amor, asombrados por
observar la acción del ser humano, que le
causaría un castigo inmerecido, a pesar de
mostrar tanta bondad y compasión, al sanar
y ayudar a los más necesitados. Y no es que
se extrañara de la maldad del ser humano,
porque él conoce el corazón y la mente de
cada persona, pero posiblemente abrigaba la
esperanza, de que en medio de la maldad de
sus adversarios, surgiera una pequeña luz
de fe verdadera y amor genuino, similar al
amor entregado personalmente, sin reproche
ni reservas, sino con todo su ejemplo. Y aún
en la plenitud de su muerte, en el momento
final, en la cúlmine del dolor, abandono y
sufrimiento, por el desprecio e injusticia
recibida, brotan en sus labios humanos,
desde lo más profundo de su corazón, con el
amor divino derramado en todo su ser, las
siguientes palabras: “… Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen… En tus manos
encomiendo mi espíritu…” (Lucas 23.34 y 46).