3.5 PABLO EL IMITADOR DE CRISTO


Pablo es ejemplo de imitar a Cristo (1 Corintios 11.1), en el amor verdadero, la entrega total y el servicio, sin procurar el beneficio personal (1 Corintios 10.24, 32 al 33). Pablo insta a Timoteo a ser ejemplo en amor, conducta, espíritu, fe, palabra y pureza (1 Timoteo 4.12). Imitar a Pablo (1 Corintios 4.16; Filipenses 3.17), igual como él a Cristo, es seguir los pasos de Jesús, en la justicia y santidad de la verdad, sin palabras corrompidas, sin contristar el Espíritu Santo con antivalores: amargura, enojo, ira, gritos, maledicencia, malicia, sino de misericordia al aplicar el perdón (Efesios 4.24 al 32).


Cristo como ser humano (1 Juan 4.2) sobre la tierra, establece un precedente en la condición de carne y hueso, llega a ser el modelo por excelencia para sus seguidores, en acciones, amor, conducta, obediencia, perseverancia y valor. Se mantiene fiel y fortalecido, a pesar del sufrimiento que le esperaba con inminencia (Lucas 9.22). Está escrito: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece… Mi Dios pues, suplirá todo lo que os falta…” (Filipenses 4.13 y 19).


El Señor Jesús cuando le llega la hora de ser entregado, escarnecido y crucificado, ora intensamente en la intimidad con su Padre, con mucha aflicción y angustia, para ser fortalecido y poder soportar el momento esperado. En esta oración, su sudor es como grandes gotas de sangre derramadas en tierra, su corazón palpitante siente el consuelo de la presencia divina, no obstante, se acerca el acecho de sus verdugos y la traición. Sus ojos dulces, piadosos, llenos de amor y misericordia, observan la acción del ser humano, que le causaría un castigo inmerecido, a pesar de mostrar tanta bondad y compasión, al ayudar y sanar a los más necesitados.


Jesús conoce el corazón y la mente de cada persona (Mateo 9.3 al 4, 22.18; Lucas 5.22; Juan 2.23 al 25, 5.42), abriga la esperanza, de que en medio de la maldad de sus adversarios, surja un destello de luz, de amor genuino y fe verdadera, similar al amor entregado personalmente, sin reproche ni reservas, sino con todo su ejemplo. Y aún en la plenitud de su muerte, en el momento final, en la cúlmine del abandono, dolor y sufrimiento, por el desprecio e injusticia recibida, brotan en sus labios humanos, desde lo más profundo de su corazón, con el amor divino derramado en todo su ser, las siguientes palabras: “… Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen… En tus manos encomiendo mi espíritu…” (Lucas 23.34 y 46).