2.5.4.2 CONOCIMIENTO ESPIRITUAL


Dios ama al mundo de seres humanos, prueba de esto es que ha enviado a su Hijo para que el mundo sea salvo por medio de él (Juan 3.16 al 18), porque las obras del mundo han sido mala (Juan 3.19 al 21, 15.18 al 19). El practicante es hijo de Dios, cuando sin aislarse de la sociedad, se guarda del mal (Juan 17.15 al 18), rechaza el ejercicio del pecado partícipe en la sociedad del mundo (1 Juan 2.15 al 17), porque el nacido de Dios con fe enfrenta la maldad, vence con el bien el mal (Romanos 12.17 al 21; Juan 5.4) y se preserva en santidad.


Recibir a Jesús es aceptar y admitir su mensaje, se universaliza y hace extensivo a todos los seres humanos creyentes en su nombre y practicantes: “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Juan 1.11 al 13). El creer hace referencia a practicar sus enseñanzas y a ser semejante en su vida, no basta con el saber, sino con el ser y el hacer, en otras palabras el ejercicio o la aplicación del saber.


La persona nacida de Dios, no puede aislarse del mundo, en el sentido de evadir en la sociedad el ejercicio del amor de Dios y la misericordia al necesitado, es imprescindible hacer el bien a los demás y amar a todos a su alrededor, con el fin de proveer lo necesario, ya sea abrigo, acompañamiento, apoyo, asilo, protección y refugio. ¿Qué recompensa tendría aquel que solamente ama a quienes también lo aman? Sin hacer equidad y justicia para cada necesitado, porque Dios mismo hace salir el sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos e injustos (Mateo 5.44 al 48).


Dios hizo al hombre recto, más ellos buscaron muchas perversiones (Eclesiastés 7.29), por consiguiente el pecado deja al hombre en condición de muerte (Colosenses 2.13; 1 Pedro 2.24). En esta condición nadie puede justificarse delante de Dios (Job 25.4; Isaías 59.2; Jeremías 2.22), por lo tanto, Dios por amor preparó un Plan de Salvación (Juan 3.16), ya que Jesucristo vino a salvar lo perdido (Mateo 18.11). El pecado es la desobediencia a Dios, así como la acción de Adán y Eva, tuvo consecuencias al desobedecer el mandamiento de Dios. Por esta transgresión fueron expulsados del Edén los primeros seres humanos (Génesis 3.1 al 24), quedando el ser humano destituido de la gloria de Dios por cuanto todos pecaron (Romanos 3.23), siendo acusados de estar bajo pecado (Romanos 3.9). El pecado entró en el mundo por un hombre, y como consecuencia la muerte, así la muerte pasó a todos los humanos (Romanos 5.12). Desde el principio su tendencia es el pecado (Génesis 3.6, 6.5), entonces la paga del pecado es la muerte (Romanos 6.23).


Para la redención del pecador, Jesús nos rescató con su muerte en la cruz. Por la redención obtenemos el perdón de pecados (Efesios 1.7). Pagó un precio con su sangre y nos sacó de la esclavitud del pecado, llevándonos a la santidad, ya que nos redimió de toda iniquidad (Tito 2.14), a fin de que por la fe recibiéramos la promesa del Espíritu (Gálatas 3.13). Somos justificados mediante la redención que es en Cristo Jesús (Romanos 3.24 al 26). Dios nos libró de la potestad de las tinieblas, y nos trasladó al reino de su Hijo, en quien tenemos redención por su sangre (Colosenses 1.13 al 14; Apocalipsis 5.9 al 10), de manera que Cristo Jesús además de sabiduría, justificación y santificación, ha sido nuestra redención (1 Corintios 1.30). Además a través de Jesucristo recibimos la restauración.


La restauración consiste en que el pecador vuelva a la condición que tenía antes de haber pecado, con completa recuperación (Ezequiel 33.11 y 14 al 16). Restaurarse es el resultado de la conversión, es como entresacar lo precioso de lo vil (Jeremías 15.19), es restaurar la justicia en el ser humano (Job 33.26). Para la restauración es necesaria la intervención de la mansedumbre (Gálatas 6.1). En la parábola del hijo pródigo se da un ejemplo de volver en sí y restaurarse (Lucas 15.17 al 24). La persona afligida debe suplicar a Dios que la restaure (Salmos 80.3, 7 y 19, 85.4), con los siguientes pasos:


a) Levantarse con fe y surgir de la condición pecaminosa con la ayuda de Dios.

b) Impulsarse a seguir adelante, fortalecido de la mano de Jesucristo: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4.13).

c) Desenvolverse y motivarse con el apoyo de su propio esfuerzo para ejercitarse en sus principios y valores.

d) Mantenerse con la ayuda del Espíritu Santo, permanecer y perseverar hasta el fin en la gracia y obediencia a Dios.

El primer paso es tener fe en Dios, sin la misma es imposible ser de su agrado (Hebreos 11.6), hasta alcanzar un conocimiento confiado, firme y seguro en lo que se espera, con la creencia y seguridad aún sin haberlo visto, porque la fe es la certeza de lo esperado y convicción de lo que no se ve (Hebreos 11.1), por lo tanto, es necesario andar por fe y no por vista (2 Corintios 5.7). Esta fe viene por el oír de la palabra de Dios (Romanos 10.17).


Sin embargo, tener fe en Dios no es solo saber su existencia, sino creer a su voluntad y hacer como él manda, es creer a su juicio y a su recompensa, porque sin obras de obediencia a Dios y misericordia al prójimo, entonces la fe es muerta (Santiago 2.14 al 26). Por la fe creemos en todo lo hecho por Dios y alcanzaron buen testimonio los antiguos; no se pudo por las obras de la ley de Moisés ser plenamente justificado (Hechos 13.39), como la circuncisión, apedrear a los transgresores, hacer sacrificios, ofrendas, holocaustos y expiaciones por el pecado, sino mediante la fe en Dios (Habacuc 2.4; Romanos 1.17; Gálatas 3.1 al 5, 11; Efesios 2.8 al 9; Hebreos 11.2 al 40): “Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá” (Romanos 1.17).


La justificación no fue por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino que somos justificados por la gracia de Dios, debido a su misericordia, regeneración y renovación en el Espíritu Santo (Tito 3.4 al 7). Para la justificación es necesaria tanto la gracia como la fe en forma recíproca, ya que van de la mano. Somos justificados por la fe y es por medio de Jesucristo que tenemos entrada por la fe a la gracia, una vez justificados en su sangre, por él seremos salvos (Romanos 5.1 al 2 y 9).


El resultado de la gracia es la salvación, por medio de la fe que es don de Dios (Efesios 2.7 al 8). De manera que el poder que justifica es la gracia divina, mediante la fe que nos responsabiliza a hacer justicia a los demás, ya que primeramente actúa la misericordia de Dios, luego por la misericordia recibida se procura hacer misericordia, con buenas obras y útiles a los seres humanos para ayudar en los casos de necesidad (Tito 3.8 y 14).


La justificación no es consecuencia de obras propias, sino que las buenas obras son un resultado de la gracia y la fe que opera justicia y paz en la persona. Las obras evidentemente son las de Jesús. El conocimiento espiritual se basa en los dones, ministerios y operaciones de Dios, figurativamente correspondientes al gobierno del segundo cielo, en relación con lo espiritual.


Cuando el ser humano verdaderamente oye la voz de Dios, a través de su palabra, pasa a un estado de conciencia y alcanza a entender ciertos aspectos espirituales, religiosos y teológicos ignorados, comprende lo de suma importancia y prioridad. Toma un rumbo en donde la persona es consciente del propósito de la existencia, entra a su vida el evangelio, la gracia y el poder de Dios.


El nuevo entendimiento acerca de la vida espiritual, no se limita a realizar solamente actividades naturales de subsistencia: alimentación, descanso, domicilio, esparcimiento, estudio, familia, trabajo y vestido, sino que incorpora actividades eclesiásticas, acción espiritual, comunitaria y social, trabajo clerical, laico y ministerial, ayuno, consagración, contemplación, lectura y estudio bíblico, meditación, oración, práctica de los valores del reino de Dios, reflexión, santidad y vigilia, para la convivencia en armonía, conmiseración, bien común, paz y solidaridad. La vida es un equilibrio, se requiere integrar y satisfacer las necesidades biológicas, docentes, económicas, educativas, espirituales, fisiológicas, religiosas y sociales. Cultivar el intelecto, el carácter, la personalidad, la sociabilidad, la comunión, con los demás, uno mismo, el medio ambiente, con Dios el Padre, su Hijo Jesucristo y el Espíritu Santo.


En la aplicación de estatutos y juicios justos que Dios ha dado, al guardarlos y ponerlos por obra (Deuteronomio 4.5 al 8), está la sabiduría y la inteligencia, y es Jehová quien da directamente la sabiduría en la persona (Proverbios 2.6; Santiago 1.5). Hay palabra de edificación, exhortación y consolación dada por el Espíritu Santo para beneficio de la iglesia, ya que infunde sentimientos de paz, piedad y virtud, buscando cada uno agradar a su prójimo en lo que es bueno (Romanos 14.19, 15.2 al 5; 1 Timoteo 4.13; 2 Timoteo 3.16, 4.12). Bíblicamente el profetizar es para edificación, exhortación y consolación (1 Corintios 14.3). Es necesario seguir lo que contribuye a la paz y a la mutua edificación (Romanos 14.19). Impulsar el ánimo y la edificación los unos a los otros (1 Tesalonicenses 5.11), con enseñanza edificante cuando se trata de exhortar con algunos mensajes, se debe hacer con mucho amor, cuidado y prudencia. Hay mensajes con el objetivo de consolar a la iglesia, cuando hay aflicción, angustia o persecución.


La adoración es la alabanza, culto, obediencia y oración a Dios Padre que está en el cielo y a su Hijo Jesucristo, con conciencia de lo que se hace, o sea, conocimiento interior y reflexivo para hacer el bien y evitar el mal. Es lo que la palabra de Dios llama culto racional, para presentar el cuerpo en sacrificio vivo, santo y agradable a Dios, que no se conforma, sino que se renueva en el entendimiento, para comprobar la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta (Romanos 12.1 al 2). La palabra dice que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad (Juan 4.23 al 24). En el acto de adoración que describe el salmista involucra arrodillarse y postrarse delante de Jehová nuestro Hacedor (Salmos 95.6).


Dios es digno de suprema alabanza, entonces es bueno exaltar su misericordia (Salmos 106.1, 117.1 al 2, 145.3). Hay que aclamar alegremente a Jehová y cantarle con júbilo, venir ante su presencia con regocijo (Salmos 95.1 al 2, 100.1 al 5). Una de las cosas principales que debe tener el hijo de Dios en su corazón y en su vida es el gozo del Espíritu de Dios. Al estar alegre una forma de demostrarlo es cantando alabanzas (Santiago 5.13), hay que darle la gloria y la honra a Dios Padre, pues es el creador de lo visible e invisible, y a su Hijo Jesucristo (Apocalipsis 4.11, 5.11 al 14). Hay que cantar con salmos, himnos inspirados y alabanzas reveladas (Efesios 5.19). También la alabanza a Dios es un elogio a él (Hebreos 13.15), y es el aprendizaje y obediencia a su palabra (Colosenses 3.16).


La oración es la comunicación directa del ser humano con Dios. Hay poder en la oración y es eficaz. Se requiere orar al Padre en el nombre de su Hijo Jesús (Juan 14.13 al 14), crédulo de recibir la petición (Mateo 21.22). Hay que orar a Dios para hacer lo bueno y evitar el mal (Mateo 6.13; 2 Corintios 13.7). Es necesario orar siempre sin desmayar (Lucas 18.1), porque Dios oye al temeroso y obediente de su voluntad (Juan 9.31). El oye la oración sincera hecha con humillación (2 Crónicas 7.14; Santiago 4.8 al 10), que se acerca y le busca con fe (Hebreos 11.6), porque es importante el espíritu quebrantado, con el corazón contrito y humillado (Salmos 51.17). La obediencia es clave para ser escuchada (Proverbios 28.9), y el estar en paz con el prójimo (Mateo 5.23 al 24). Es necesaria la oración en comunidad (Hechos 12.12), rogar los unos por los otros (Santiago 5.16), orar por los miembros de la iglesia (Efesios 6.18), y por los seres humanos (1 Timoteo 2.1 al 3) en general.


Hay pasajes acerca de la oración de postrado y rodillas (Salmos 95.6). Conforme se pueda, se recomienda la oración en estas posiciones, siempre y cuando las condiciones del lugar lo permitan o no haya ningún impedimento, debido a capacidad física diferente. Es devoción realizar la oración de rodillas, como el profeta Daniel que se hincaba de rodillas tres veces al día (Daniel 6.10), esta posición es una forma de humillación ante Dios. En la Biblia la expresión caer sobre el rostro significa postrarse (Números 14.5, 16.4; 2 Crónicas 7.3). Se debe doblar las rodillas en el nombre de Jesucristo (Isaías 45.23; Hechos 21.5; Romanos 14.11; Filipenses 2.10 al 11). Jesús nos dio el ejemplo cuando oró de rodillas ante el Padre (Lucas 22.41). El apóstol Pablo dejó precedente de orar en esta posición (Efesios 3.14).


La oración debe hacerse con orden, porque se ora con el espíritu y con el entendimiento (1 Corintios 14.15 y 40), la oración colectiva debe ser por una situación a la vez (Hechos 1.24, 4.24; Colosenses 4.2 al 4), cuando se ora todas las mentes deben estar unificadas en un mismo pensamiento. En cuanto a esto, la oración pública en la congregación se recomienda su dirección por una sola persona (2 Crónicas 6.12 al 13; 1 Corintios 14.16 al 17), porque la oración del grupo con diversidad de peticiones a la vez, tanto de los hermanos como de las hermanas, no puede sobrepasar en tono por encima de quien dirige la oración (1 Corintios 14.23), se realiza la oración con la mente.


En vista de la necesidad de comunión del ser humano, tanto con Dios como con las demás personas, en beneficio de su relación personal y con el medio ambiente que le rodea, existen actividades que enriquecen espiritualmente y socialmente al creyente, hablamos del ayuno, convites de comidas fraternales y vigilias. En cada reunión de la comunidad de fe y en la actividad de culto se cumple con la comunión y congregación.


Las Sagradas Escrituras pueden influir sabiduría necesaria para la salvación por la fe que es en Jesucristo, son inspiradas por Dios y útiles para redargüir, para corregir, para instruir en justicia (2 Timoteo 3.15 al 17; 2 Pedro 1.20 al 21), fue escrita para nuestra enseñanza (Romanos 15.4). La palabra de Dios es verdad (Juan 17.17). Jesucristo no enseñó como de parte suya, sino lo que el Padre le daba que hablase (Juan 12.49). Las palabras que habló Cristo son espíritu y son vida (Juan 6.63), la persona que cree en él como dice la Escritura (Hechos 18.28), tiene promesa de que en su interior fluya el Espíritu de Dios (Juan 7.38 al 39). El cielo y la tierra pasarán pero sus palabras no pasarán (Salmos 119.89 al 90; Mateo 24.35). La palabra siempre cumple su propósito en aquello para lo que es enviada (Isaías 55.10 al 11).


El apóstol Pablo le recomienda a Timoteo ocuparse en la lectura, la exhortación y la enseñanza (1 Timoteo 4.13). Jesús mismo dice que escudriñemos las Escrituras o sea que las examinemos y averigüemos en forma minuciosa lo que está escrito (Juan 5.39), él nos dio el ejemplo de dominar plenamente las Escrituras (Lucas 24.27), en la sinagoga se levantó a leer (Lucas 4.16). Así como fue abierto el entendimiento de los discípulos, para comprender las Escrituras (Lucas 24.45; Hechos 16.14), también recibimos la ayuda a través del Espíritu Santo para entender las mismas (Juan 14.26).


La palabra de Dios alumbrará el camino en nuestro diario vivir (Salmos 119.105), por esta causa es buena costumbre leer todos los días una porción de la Escritura. Este tipo de hábito mantiene los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal (Hebreos 5.14). En la Biblia encontramos varios ejemplos de personas que acostumbraban leer la Escritura, está el caso del etíope (Hechos 8.27 al 35), los hermanos de Berea que la escudriñaban cada día (Hechos 17.11), y Timoteo que desde niño sabía las Sagradas Escrituras (2 Timoteo 3.15).


La palabra de Dios siempre es oportuna, nunca se vuelve obsoleta, de manera que es un conocimiento útil para todos los tiempos, es viva y eficaz, que discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Es por medio del Espíritu de Dios que se recibe palabras de poder, como la palabra de sabiduría y la palabra de ciencia (1 Corintios 12.8), porque es Dios quien da la sabiduría a los sabios y la ciencia a los entendidos (Daniel 2.21).


La palabra de ciencia es un conocimiento que Dios le da al ser humano, que contiene las demostraciones de la revelación del Espíritu Santo, para dar conciencia y razonamiento útil en beneficio de la vida (Números 24.16; Proverbios 2.10, 19.2; Daniel 5.12; 1 Corintios 1.5, 12.8). La palabra de sabiduría es dada por revelación del Espíritu Santo, ya que consiste en un conocimiento profundo que permite un buen juicio para saber conducirse (1 Corintios 12.8; Santiago 3.17). El espiritual cumple con su obligación como parte de sus deberes que atañen a la vida religiosa, con la espiritualidad correspondiente, es solamente parte de su compromiso y responsabilidad básica y mínima: “Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos” (Lucas 17.10). Mientras que el celestial trasciende.